lunes, 22 de marzo de 2010

La casa de Belalcázar (Fernando Jiménez-Ontiveros)

La casa de Belalcázar
era un lugar mágico
donde cantaban los mirlos,
reían y cantaban los niños.

Desde sus ventanas
se veían las acacias,
las moreras, los plátanos,
un castaño de indias
y el árbol del amor
;un árbol frondoso
que nos protegía
sin darnos cuenta.

Cuando los niños nacían
y entraban en la casa,
eran recibidos por gorriones,
mirlos, caracoles y mariquitas,
un olor a jazmines y madreselvas,
aire puro, cielo azul,
un denso silencio de ciudad,
sendas de adoquines,
farolas de gas
y un soplo helador
del Guadarrama milenario.

La casa de Belalcázar
era un lugar de encuentros,
de esperanzas, de sueños
y no tenía puertas, ni cerraduras,
ni portillos, ni llaves;
tenía, en cambio, escaleras abiertas
con barandillas de madera,
un jardín con arriates,
un cedro del Líbano,
un rosal trepador,
un piano vertical, un perro,
y siete corazones latiendo.

La casa de Belalcázar es ahora
un barco que navega
entre la bruma del tiempo
sobre un mar de silencios
y en su cubierta se oyen,
cada vez más tenues,
cada vez más lejanas,
las risas y las canciones de los niños.

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